lunes, 1 de diciembre de 2008

Pablo se niega a partir

Han pasado 15 años desde la muerte de Pablo Escobar en el tejado de una casa del barrio Los Pinos, en el occidente de Medellín, y nadie se pone de acuerdo acerca del verdadero alcance de su legado, como tampoco del impacto de su imagen, ahora mitificada a causa de una muerte cada vez más lejana y borrosa.

No resulta fácil definir cuál es el verdadero legado de un personaje. Escobar llegó a ser (y tal vez en algunos países aún lo sea) el referente inmediato cuando alguien pronunciaba la palabra Colombia. Un referente de terror y violencia. ¿Qué tan presente está esa marca en el país, que ha visto sucesivas oleadas de violencia posteriores a la muerte de Escobar? ¿Qué tanto marcó la ética y la estética del país? Para comenzar, el nombre de Escobar genera una poderosa atracción sobre la gente, bien sea que se le odie o se le ame. El pintor Fernando Botero plasmó en un óleo el momento en que el capo cae abatido por sus perseguidores. Basta revisar el listado de películas documentales y dramatizadas que giran alrededor del personaje o de su leyenda. Hollywood prepara la superproducción Killing Pablo, documentales basados en este mismo libro; otros en los archivos familiares de Pablo Escobar, son apenas unos ejemplos de exitosos productos televisivos.

Los libros sobre su vida tampoco han dejado de aparecer. El año pasado Virginia Vallejo, la ex amante del capo, generó todo tipo de controversias con su obra: Amando a Pablo, odiando a Escobar, una muy bien narrada apología del capo. Para completar lo anterior, uno de los mayores éxitos de sintonía de la televisión colombiana de los últimos años (casi desde la telenovela Yo soy Betty, la fea) ha sido El Cartel, seriado que se basa en las confesiones del narcotraficante Andrés López, alias 'Florecita'.

Un seriado en el que los colombianos pudieron ver, de alguna manera, el punto de vista de los narcotraficantes posteriores a la muerte de Pablo Escobar. Una prueba de que el mundo del narcotráfico y la epopeya de estos seres que nacen en medio del barro y llegan a la cima del poder mafioso sigue ejerciendo una gran fascinación entre el público. Pero el fantasma de Escobar también ronda aún en escenarios ajenos al periodismo y la dramatización de su vida. Algunos turistas que llegan a Medellín, casi todos extranjeros, preguntan por la tumba de Pablo Escobar y toca armarles paseo al cementerio Montesacro, en el sur de Medellín, donde han tallado sobre una lápida de mármol el epitafio "aquí yace Pablo Escobar Gaviria, un rey sin corona".

Similar al peregrinaje que miles de turistas hacen en París que van a visitar la tumba de Jim Morrison en el cementerio Père Lachaise. Algunas agencias de viajes de la ciudad han diseñado recorridos que visitan edificios emblemáticos relacionados con Pablo Escobar (Mónaco, Dallas, el Ovni, estos dos últimos paradigmas de la llamada arquitectura traqueta o 'narcdeco'); la cárcel de La Catedral, en la zona rural del vecino municipio de Envigado donde estuvo recluido y de donde se escapó; casetas telefónicas del centro de la ciudad desde donde, dice la leyenda, se comunicaba con su familia y la casa donde cayó abatido en el barrio Los Pinos. Y, por supuesto, su tumba. Durante el recorrido el operador pone música de los Tigres del Norte y Bob Marley a manera de banda sonora, y no faltan quienes ofrecen un toque de marihuana. Algunos tours también ofrecen la opción del viaje de tres horas por carretera a la Hacienda Nápoles. Y es que si existe algún ícono de la 'pabloescobaridad', ese es precisamente la Hacienda Nápoles, en Doradal, un municipio del Magdalena Medio antioqueño, en cuya entrada Escobar empotró la avioneta Piper Cub con la que coronó su primer envío de cocaína a Estados Unidos. Allí el narcotraficante construyó un zoológico y una colección de autos antiguos que era visita obligada para quienes iban en carro de Bogotá a Medellín.

Al morir el capo el zoológico quedó abandonado y todo parece indicar que hace algo más de un año se escaparon de allí unos hipopótamos que estaban buscando a sus hembras por las aguas del río Magdalena. El fantasma de Escobar se metió en la vida de unos pescadores, en la zona de Cimitarra, Santander, que durante esos inesperados encuentros con los hipopótamos vivieron una experiencia propia de quienes se aventuran en las aguas del río Zambezi, en lo profundo del África. Pero también perdura Pablo Escobar como ícono estético. Su imagen, despojada de su incalculable maldad, o quizá como desafío de las nuevas generaciones, adorna camisetas, como si se tratara del Che Guevara. Al igual que pasa con el símbolo de lo mejor de la revolución cubana, quienes la lucen poco o nada tienen que ver con el ideario del personaje. Se luce a Pablo Escobar en Europa como quien se pone una camiseta de Homero Simpson o la lengua emblema de los Rolling Stones, sin tener conciencia de la interminable estela de sangre que dejó en Colombia.

Otro elemento interesante es ver cómo, mientras los verdaderos narcotraficantes aprendieron las lecciones del pasado y han aprendido a pasar de agache y mantener un bajo perfil, amplios sectores de la sociedad se han contagiado de la cultura traqueta de la ostentación. Una tendencia que algunos ven en declive, como el publicista Ángel Beccassino, gran estudioso del significado de las imágenes populares, quien afirma que "esa cultura del 'kitch' rabioso también pasó. Con la nueva tendencia de los narcos a pasar de agache se diluyó la parte popular bonita, de la exageración, que ahora se ve en los carteles de México". La misma arquitectura traqueta, o 'narcdeco', ha dejado profunda huella, no sólo en ciudades como Medellín o Cali, sedes de reconocidos carteles que llevaban sus nombres, sino también en el resto del país. Más profundo aun es el significado que tiene Pablo Escobar entre los habitantes de Medellín. Mientras que para la clase dirigente Escobar es un estigma que se debe borrar de esta nueva Medellín de las Bibliotecas Parque, el metro y metrocable, en las clases populares es común encontrar a quienes lo siguen viendo como al Robin Hood paisa que desafió al establecimiento, que se hizo rico pero, a diferencia de los ricos tradicionales, sí repartió parte de su riqueza construyendo barrios de vivienda de interés social o canchas de microfútbol. Lo que no ven es su dimensión diabólica y su dialéctica criminal para poner una bomba en un avión o en un centro comercial el día de la madre. Al entierro de Pablo Escobar asistieron unas 25.000 personas que lloraban la muerte del Robin Hood que, piensan ellos, les quitaba a los ricos para darles a los pobres. Diversos autores consideran que Escobar es algo así como la revancha de los desposeídos. En un país donde la movilidad social es casi nula, personajes como Pablo Escobar (o Diomedes Díaz, el Tino Asprilla y ahora David Murcia) reivindican el rencor de quienes nacen sin nada y están condenados a la pobreza sin importar sus méritos. Y, por último, quedan quienes piensan que Pablo Escobar no ha muerto. Como también los hay quienes sostienen que Gonzalo Rodríguez Gacha sigue vivo. Como Elvis Presley. Como Jim Morrison. Pero, en líneas generales, ¿qué tanto queda en la gente de la presencia de Pablo Escobar? Muchos antropólogos y estudiosos de la cultura creen que la imagen de Escobar se ha ido diluyendo en medio de la vorágine de personajes y problemas del país. Vivo o muerto, presente o diluido, lo cierto es que Pablo Escobar de una u otra forma seguirá marcando la impronta de un país que padeció el horror criminal de su megalomanía. Pero que tiene que reconocer que el gran capo fue un producto "made in Colombia".

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